(Beatriz Silva y Pau Mari-Klose, Revista Temas nº340, abril de 2023) «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos» reza el primer artículo de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Se trata de una de las proclamas más conocidas mundialmente, que consagra la aspiración a que todos los seres humanos puedan ser objeto del mismo respeto y consideración, sea cuál sea su sexo, lugar de nacimiento, raza u origen social.

En el preámbulo añade que debería ser “un ideal común, por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse”. Pero, como decía Abraham Lincoln, los seres humanos nacen iguales y ésta es la última vez que lo son. De hecho, es incluso dudoso que sean estrictamente iguales en ese momento. La investigación sociomédica ha acreditado ampliamente que las experiencias y condiciones de vida de sus madres durante la gestación pueden incidir de manera significativa en el desarrollo del feto y en los riesgos del parto.

La situación socioeconómica al nacer es un determinante de primer orden de la salud a lo largo de la vida. Nacer en una familia rica o en una pobre, en un hogar con recursos educativos y capital cultural o en otro que no ha tenido la oportunidad de acumular estos activos, condiciona por completo toda clase de oportunidades vitales. Las situaciones de desventaja social se meten también bajo la piel de las personas, se traducen en alteraciones biológicas y en afectaciones físicas y mentales, que condicionan el resto del itinerario vital.

La experiencia de la adversidad económica en la infancia no es una forma de malestar como cualquier otra. Es una experiencia crítica, que influye sobre procesos claves en la vida de las personas como son su predisposición a desarrollar ciertas enfermedades, su desarrollo cognitivo y las “capacidades no cognitivas”, que abarcan una amplia gama de competencias que configuran la personalidad de los individuos desde su más tierna infancia, como la capacidad de mantener la concentración, la paciencia, la perseverancia, la gestión eficiente del estrés y la presión ambiental, entre otros.

En este sentido, las distintas formas de vulnerabilidad y desventaja no sólo socavan el bienestar presente (well-being), condenando a niños, niñas y adolescentes a vivir en condiciones menos deseables. También son un “hándicap corrosivo” que, en un sentido intertemporal, altera negativamente su “buen devenir” (well-becoming) porque les impide disfrutar de oportunidades de progreso y desarrollo que tienen a su alcance otros niños y niñas que no sufren las mismas privaciones.

La vulnerabilidad económica en la infancia puede acarrear episodios de estrés con un importante efecto desestabilizador. Estas experiencias provocan respuestas adaptativas de sus cuerpos para restablecer su estabilidad interna (alostasis). En el curso de estos procesos, la carga alóstática (el desgaste en que incurre el cuerpo para posibilitar ese restablecimiento) puede desencadenar cambios fisiológicos con repercusiones potenciales sobre la salud.

Una nueva línea de investigación en este ámbito se ha fijado en los efectos epigenéticos de experiencias estresantes en la infancia o incluso en el embarazo. Como consecuencia de estos procesos se modifica la expresión y actividad de los genes, sin alterar los códigos genéticos básicos. La mayoría de investigaciones en este campo se habían concentrado en el efecto de situaciones traumáticas como el abuso, la falta de cuidados o presenciar violencia en los primeros años de vida. En los últimos años, diferentes estudios han acreditado de forma bastante sólida la relación entre haber experimentado adversidades socioeconómicas en la infancia y patrones biológicos diferenciados, como la metilación del ADN, el tamaño y la superficie de áreas cerebrales, o el funcionamiento inadecuado de estructuras neuronales, –hipotálamo, amígdala, corteza prefrontal–. Estos desarrollos pueden causar problemas de salud, afectar a los dispositivos que intervienen en la regulación de las emociones e influir sobre el desarrollo cognitivo.

Entre los problemas de salud ocasionados por la respuesta epigenética se encuentran el desarrollo de enfermedades relacionadas con la inflamación crónica, la resistencia a la insulina o la capacidad de regular el cortisol. El asma, por ejemplo, se ha vinculado en niños y niñas de bajo nivel socioeconómico a la transcripción anómala de los genes que regulan los procesos inflamatorios en respuesta al estrés.

Otra de las líneas de investigación más innovadoras dentro de este campo es la que se ha concentrado en las estructuras cerebrales, analizadas con resonancias magnéticas. En distintos trabajos publicados en los últimos años varios equipos de neurocientíficos han acreditado que el desarrollo de ciertas áreas y estructuras del cerebro es diferente en niños que provienen de distinta extracción social. Ese desarrollo diferenciado se relaciona con ventajas y desventajas en el progreso cognitivo, capacidades de aprendizaje y rendimiento educativo, que presentan un gradiente social.

Evidentemente no todos los niños y niñas de entornos desfavorecidos sufren afectaciones epigenéticas ni el hecho que la experimenten significa que inevitablemente eso vaya a alterar decisivamente su vida. Pero puede suponer una forma añadida de desventaja, que muchas veces se suma a otras. La vulnerabilidad socioeconómica tiene un carácter multidimensional. Puede suponer falta de ingresos, pero también falta de oportunidades, de integración social, de acceso a recursos educativos, al deporte y a una alimentación equilibrada, que repercuten sobre la salud. Sería imposible detallar aquí el efecto de todas estas desventajas, pero unas pinceladas sobre la asociación entre vulnerabilidad socioeconómica y salud nos pueden dar una idea.

Por ejemplo, uno de los grandes problemas de salud pública de nuestros tiempos, la obesidad, tiene una clara relación con experiencias vividas en la infancia y el nivel socioeconómico de los hogares. En las familias menos adineradas se come peor desde un punto de vista nutricional. Los niños, niñas y adolescentes de clases humildes tienen, por término medio, una probabilidad mucho más baja de consumir fruta a diario que los de las clases más acomodadas, y una probabilidad más alta de comer comida rápida o refrescos azucarados y snacks. Esas pautas de consumo predisponen al sobrepeso y la obesidad.

En España, un estudio de la Fundación Gasol reveló que la vinculación entre nivel socioeconómico y obesidad infantil se traducía en que, en zonas que presentaban mayores tasas de pobreza (entre 30% y 40%), hasta el 39,5% de niños y niñas sufrían obesidad, en contraposición a un 14,2% de media del resto de la población infantil.

No siempre es, sin embargo, la falta de recursos y el coste de los alimentos saludables lo que explica que las familias más pobres coman peor. Un estudio cualitativo hecho en 2018 por la socióloga Priya Fielding-Singh en California reveló que la mayoría de madres y padres, pobres y ricos, eran conscientes de la importancia de una dieta saludable pero los alimentos tenían un significado distinto para cada grupo social. Para los que criaban a sus hijos e hijas en la pobreza, decir “no” a la comida rápida era difícil porque no podían afrontar los gastos de casi ninguna de las otras cosas que sus hijos e hijas pedían, como ropa de marca o actividades de ocio. Comprarles un menú de comida rápida o una bebida azucarada era casi lo único que podían permitirse para demostrarles que respondían a sus demandas y necesidades.

El entorno alimentario próximo a los centros escolares también puede influir negativamente sobre las pautas de consumo, y lo hace de manera socialmente asimétrica. En un interesante proyecto de investigadores españoles de la Universidad de Alcalá (Heart Healthy Hoods) se evidenciaba que tiende a haber más tiendas de alimentación y bebidas baratas y poco saludables cerca de centros escolares de los barrios más desfavorecidos. Si a ello, unimos las restricciones al acceso a instalaciones deportivas o las cuotas que hay que pagar para realizar actividades deportivas programadas, acumulamos razones que explican gradiente social en la incidencia de la obesidad infantil.

Por otra parte, en situaciones de desfavorecimiento, la falta de espacio en las viviendas puede provocar situaciones de tensión y estrés, que repercuten negativamente sobre la salud mental de los menores. A ello pueden sumarse otros factores de riesgo para la salud, como son la presencia de humedades, la falta de luz y de una ventilación adecuada. Existen estudios que relacionan el hecho de crecer en una situación de pobreza con la exposición a agentes tóxicos, como las emisiones contaminantes de vías de circulación o instalaciones industriales. La pobreza aumenta también el riesgo de exposición excesiva al plomo, que se ha relacionado con diversos problemas neurológicos y de comportamiento en la infancia.

En las primeras encuestas administradas a individuos en la adolescencia se advierte ya un claro gradiente social en la percepción subjetiva del estado de salud. En el ámbito de los hábitos y comportamientos, los adolescentes españoles de hogares de menor renta son también más proclives a incurrir en prácticas de riesgo, como el consumo de tabaco o la actividad sexual sin protección, como evidencian los estudios del Health Behavior in School-Age Children, auspiciados por la OMS.

Apostar por la igualdad de oportunidades, luchando desde las instituciones públicas contra la desigualdad y sus consecuencias es, por lo tanto, prioritario para dar cumplimiento al artículo 9.2 de la Constitución española cuando proclama: “Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.

Para promover las oportunidades, el sistema sanitario debe ser capaz de detectar y atender trastornos y enfermedades que necesitan ser diagnosticadas en la infancia para ser tratadas eficazmente, y eso solo lo puede hacer a través de dispositivos públicos inclusivos y pro-activos. Pero una lucha efectiva a favor de la equidad requiere un compromiso público más amplio. Un compromiso que interpele al conjunto del sistema de bienestar en una labor de acompañamiento a los individuos desde las etapas más tempranas del ciclo vital para ayudar a prevenir y corregir desventajas sociales y las cicatrices que van dejando.

Temas nº340, abril de 2023, pg 45-48

https://fundacionsistema.com/cicatrices-en-el-albor-de-la-vida-salud-y-desigualdad-en-la-infancia/