(El País, 21 de diciembre de 2018) Casi todas las personas reciben dinero por el uso de su cuerpo. Éste era el argumento que utilizaba una tribuna publicada recientemente por EL PAÍS bajo el título El respeto a otras. El texto hacía referencia a la polémica creada por el registro de un sindicato de prostitutas en Barcelona, anulado posteriormente por la Audiencia Nacional. El artículo planteaba la necesidad de revisar nuestras creencias en relación a esta cuestión bajo la óptica de que prostituirse es la ocupación mejor remunerada que pueden conseguir muchísimas personas frente a los cambios económicos que provoca el capitalismo globalizado. Más que abolir el comercio sexual, hay que cambiar el sistema socioeconómico, afirmaba.

Aceptar este planteamiento es, sin embargo, asumir justamente lo contrario: que las reglas del capitalismo descontrolado son las que mandan, incluso en algo tan íntimo como el cuerpo de una mujer. Reconocer la prostitución como un trabajo normal, y por ello sindicable, es condenar a miles de mujeres a una actividad que se nutre principalmente de la desigualdad que existe entre los países ricos y aquellos desde donde provienen las mujeres prostituidas.

Economistas como Samuel Bowles utilizan el término “mercados repugnantes” para definir aquellos negocios a los que la sociedad debe poner límites porque no son éticamente aceptables. La esclavitud o el tráfico de órganos son los ejemplos más utilizados. Poner freno a estos mercados repugnantes, aseguran, requiere de la intervención de instituciones democráticas y supranacionales porque las organizaciones criminales aprovechan la desigualdad, sobre todo la existente entre el primer y el tercer mundo, para operar. Dejar estas cuestiones en manos del mercado sería condenar a millones de seres humanos a una vulneración de sus derechos más fundamentales.

Uno de estos mercados repugnantes es el tráfico y la trata de seres humanos, una actividad íntimamente ligada en nuestro país al negocio de la prostitución. No sería posible la existencia de miles de establecimientos en los que se compra y vende sexo a gran escala si no existieran redes criminales que los abastecen con mujeres traficadas. Mujeres que vienen bajo la promesa de un trabajo o porque están desesperadas.

Si aceptamos que las mujeres eligen libremente prostituirse, deberíamos ser capaces de explicar también por qué son las latinoamericanas y las asiáticas las que vienen en vez de las suecas o las noruegas. ¿No será porque en los países escandinavos las condiciones de vida son lo suficientemente buenas para que no se vean empujadas a aceptar este tipo de ofertas?

El feminismo que se opone a aceptar la prostitución como un trabajo normal no se basa en una concepción puritana del sexo ni pasa por alto la opinión de las prostitutas. Intenta dar voz a las que no pueden expresarse libremente porque están en manos de proxenetas y mafias. Cree que hay que rescatar a las víctimas y darles opciones como hacen los ayuntamientos de Gavà, Santa Coloma o Sant Boi integrados en la Red de Municipios Libres de Trata.

El feminismo que se opone a aceptar la prostitución como un trabajo cree que ninguna mujer nace para ser puta y que es una obligación de la sociedad garantizar el derecho que tienen todas las mujeres a no ser prostituidas.

Si dejamos en manos del mercado cuestiones como la compra y venta de órganos o la esclavitud, siempre encontraremos personas dispuestas a someterse para sobrevivir. Sucede lo mismo con la prostitución.

La misma idea de referirnos a las prostitutas como “las otras» es un reflejo de una concepción de la sociedad donde pueden existir distintos tipos de mujeres, como en el sistema de castas. Uno en el que las pobres, las intocables, deben vender lo único que tienen, su propio cuerpo, porque no somos capaces de ofrecerles alternativas. Tenemos que comenzar a pensar en todas las mujeres como nosotras.

Publicado por El País Cataluña el 21 de diciembre de 2018 (Foto: Joan Sánchez)

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